Las leyendas de nuestros pueblos y nuestros caminos son
diversas, mágicas, se entremezclan en el paroxismo de lo trágico y lo
fantástico, pintando y recreando nuestros imaginarios y nuestras emociones de
tal forma, que sentimos que las historias son nuestras, que nos personifican y
que nosotros mismos viajamos a los lugares y a los paisajes donde ellas se
desarrollan.
La historia que
presentamos el día de hoy tiene ese tinte,
el tinte mágico de hacernos sentir que somos parte de ella, o incluso, un
personaje mismo de la narración, espero, la disfruten...
En una ranchería perdida entre los cerros del municipio
de Cuauhtémoc, muy cerquita ya de las tierras de Jalisco, vivía Doña Chonita,
una viejecita viuda y muy querida que, en esos días, por enorme desgracia,
estaba resollando en su catre de otates y sogas. Su comadre, doña Panchita, era
la única que la acompañaba, con una vela de sebo encendida en sus manos y con
rezos, la dura agonía de aquella, su comadrita querida, a quien en cada sollozo
y resoplido se le escapaba un pedacito de su cansada vida, y pedía con sus
ultimas fuerzas, enorme fe y lagrimas en los ojos, que alguna vez fueron tan
claros como la mielecita silvestre, lo siguiente:
-
¡Por favor dios mío!
¡déjame verlo por última vez! ¡Déjame tocar su cara, ver sus ojos traviesos!
¡Decirle cuanto le quiero es lo único que te pido dios mío!… ¡Solo eso!…
¡Nadita más!… ¡Solo así, me podré ir en paz!…
Así pasan dos días mas, los dolores, en el estomago de
aquella mujer ¡cada vez son mas fuertes!, los olores que salían de su boca ¡cada
vez mas fétidos!, sus ojos, ¡día a día reconocían menos a la gente que entraba
a su jacal a visitarle! Y, ahí, en un rincón, como siempre, su comadre
Panchita, pidiendo, con rosario en mano, un poco de piedad para que ella, su
comadrita, pueda morir en paz:
-
¡Tú sabes que ella fue
siempre buena! ¡tú sabes que jamás hizo daño alguno! ¡por favor señor mío
déjala verlo por última vez! ¡déjale partir en paz!… ¡Quítale este enorme
sufrimiento!...
Esa tarde, mientras doña Chonita sufría más y más
dolores, de esos que restriegan las tripas a las costillas y a los huesos de la
espalda, un hombre, montado a caballo llego al pueblo…
El sol se escondía entre los cerros coloreando de un rojo
sangre los montes y los valles del lugar, las patas del enorme alazán,
retumbaban en el empedrado levantando remolinos de polvo en su andar firme y
seco. El viento, comenzó a silbar una canción triste, como melodía andina, como
música de violín o canción de “quena”…
Los perros, de forma extraña, por no ser noche,
recibieron con lánguidos, agudos y lastimeros aullidos, que se perdían entre
los ecos de las casuchas de aquel pueblo, a aquel hombre, que con su sombrero
negro galoneado con piezas que parecían de oro, se abría paso entre las calles…
Iba decidido, sabia cual era su destino, y el cuaco,
parecía saberlo también, a su paso, mientras los perros seguían aullando y una
que otra gallina, apesadumbrada, escapaba “cacaraquera”
entre la polvorienta calle, la gente, que en ese momento estaba en las
callejuelas, como cuando por la cabeza pasa un peine y los piojos huyen a
esconderse, se resguardaron, se metieron a sus casas ¡como si algo maldito los
llenara de miedo y les robara la tranquilidad!, y es que, el ventarrón y el
polvo que precedían a aquel hombre no era nada normal, ¡todo lo movían!, ¡todo lo
tiraban!… ¡lo arrebataban!… ¡lo ensuciaban!…
El hombre, siguió avanzando arropado por el sarape negro
con bordaduras de plata que le cubría el pecho y la espalda, y así, con paso
firme y en medio de un halo de misterio y terror, llego frente a la casa de
aquella pobre mujer agonizante…
Se bajo de su enorme cuaco, que resoplaba y resoplaba
nervioso, se ladeo el sombrero para cubrirse del polvo y entro arrastrando sus
espuelas gastadas a aquella casita de pajarete, lodo y otate…
Nadie estaba presente, ningún ojo curioso fue testigo
cuando el extraño, llevando entre sus manos un ramo de flores silvestres sin
gracia, secas de su endeble y breve tallo por donde el fuereño las sostenía, se
postro de hinojos, frente aquella mujer que, en las oscuridades de su agonía,
solo atino a tocarle el rostro y quitarle el sombrero…
Al sentir aquellas facciones que la oscuridad y los
claroscuros de un “aparato” de petróleo a medio acabar ocultaban, musito
emocionada y con los ojos anegados:
-
¡Eres tu Tomas! ¡Eres tú!... ¡Gracias dios mío!... ¡Gracias santo señor de
la expiración!... ¡Gracias por hacerlo regresar para verlo por ultima vez antes
de morir!... ¡Ahora si puedo partir en paz!...
El extraño, sin decir ni una palabra, tomo las manos de
la viejecita entre las suyas y, besándolas, espero un instante, luego, agacho
sus labios sobre la frente de la mujer y, con sus callosas manos, cerro sus
cansados ojos…
El hombre, se levanto entonces, dio media vuelta y
descubrió en el fondo del jacal, postrada en sus rodillas y con la cara
desgajada de la impresión, a su madrina Panchita, el extraño la acaricio con su mirada profunda y triste, y le dijo
con una voz cavernosa y hueca:
-
¡La fe, el amor y las
suplicas de una madre mueven montañas, infiernos e imposibles!… Adiós madrinita…
En ese instante, cuando el fuereño montaba su caballo, la
orquesta de perros famélicos le acompaño de nuevo con sus tristes y patéticos
aullidos, así, entre chillidos y una nube de polvo oscuro, el fuereño se
marcho, tal como llego…
Al otro día, a doña Chonita la enterraron, su cajón fue
sencillo, de madera de pino y asegurado con clavos de tres por un peso.
Mientras la última palada de tierra caía sobre aquella
tumba, su comadrita, confesaba con voz
apagada, como ida, al sacerdote del lugar:
-
¡Se lo juro padre! ¡Era
mi ahijado el Tomas!... ¡El mismo que hace mas de tres años mataron queriendo
asaltar a la cuadrilla que llevaba la “raya” de los trabajadores del
ingenio!... ¡Yo lo “vide” padrecito!
¡Se lo juro por mi madrecita que no miento! ¡era él! ¡Hasta me llamo
madrinita!...
Como suele suceder en estos casos, nadie creyó a la pobre
mujer…
Lo que sí, es que, dicen los que acomodaron en la caja a
doña Chonita, que una leve, pero inmensa sonrisa de paz iluminaba su rostro a
la hora de partir…
Otra cosa que cuentan los que saben de esta historia, es
que esa misma noche que doña Chonita falleció, unos arrieros que venían de
Tonila, por el camino real, vieron a un extraño jinete que entre las sombras de
la noche ¡parecía irse descarnando! ¡Dejando ver entre la luz de los cocuyos un
rostro parecido al que dicen que carga la muerte calaca!…
Pero lo más impactante, a decir de los arrieros, fue que
el mentado jinete iba montado en un potro alazán que, bufando, aventando fuego
por las narices y con el hocico espumeante, ¡parecía no tocar el suelo! ¡Sino
que iba suspendido entre una nube de oscuro polvo!…
¿Verdad o mentira? ¿Sueño o solo ilusión de una
desesperada madre?… No lo sabremos… El secreto se lo llevara a la tumba la
comadre Panchita, que una noche, entre miles de estrellas como testigo, me
relato esta apasionante y misteriosa historia…
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