En Coquimatlán la gente rebosa de sabiduría, de
recuerdos y de vivencias de aquellos tiempos que ya se fueron y de los cuales
pocas veces quedan testimonios fidedignos de lo que la gente, como usted y como
yo, pasamos, sufrimos y lloramos…
Es por ello, para que esas historias y vivencias no
queden en el olvido, que acudimos con mi bondadosa y muy sabia vecina, doña
Cande Lomelí, quien a pesar de estar actualmente privada de la luz de sus ojos,
mira la vida llena de colores y alegría, de una alegría que contagia en sus
platicas y en sus ademanes, en su manera de tratar y respetar a la gente que le
conoce y quiere.
Ella, ejemplo de valentía y tesón, de lucha y ganas
de vivir, hoy, abriéndonos su corazón y el baúl de sus recuerdos, comparte con
nosotros, algunos relatos de lo que ella vivió en los tiempos de la cristeada,
cuando aun era una niña:
“Había entrado a 4 años, cuando la revolución
cristera, yo vivía una cuadra antes de llegar al jardín principal, en contra esquina
de donde ahora esta la farmacia de la calle Hidalgo, o sea que, ¡todo lo miraba
en primera fila!...
En esos días
hubo una balacera en el pueblo, ahí mero en el jardín, y yo, que corro pá la
puerta de la calle, que estaba bien grande, y que en el piso dejaba un hueco
por donde yo cabía acostada.
Por ahí, debajo, me salí, para ver la corretiza de
los cristeros y los soldados tirando de la torre: ¡Runnnn, runn, run! ¡Sonaban
los balazos!.. ¡Antes y no me dieron en la cabeza!...
Doña Severa,
la señora con quien nos encargaba mi mamá, vivía al otro lado de mi casa, pero como
el patio era el mismo, ella, al escuchar los balazos, agarró a mi hermana
Camila de la cuna y a mi hermana Socorro de la mano y me grito:
-
¡Vente
Cande!
-
¡No!
¡yo no! – respondí - ¡Me voy a subir a la cama!
Pero la verdad era que, yo, ya tenía en la mente
salirme a ver que pasaba en la calle. ¡Antes y no me dejaron tiesa ahí! ¡Los
balazos en la cabeza me zumbaban por uno y otro lado de las orejas!...
Cuando se
apaciguaron los catorrazos, yo aun estaba ahí tirada en la puerta, sacando
nomás la cabeza y la panza, escuchando lo que la gente decía al pasar
corriendo. Entonces oí que alguien decía:
-
¡Colgaron
a uno!
Y al ratito pasaron otras gentes que también venían
gritando:
-
¡Colgaron
a uno!
-
¡Jum!
– dije - ¡Yo voy a ir a ver al colgado ese!...
Y ahí voy, rumbo para el jardín del pueblo.
El colgado
estaba ahí, al otro lado de la presidencia, al ladito, donde había un mezquite
gordo, ahí echaron la soga. El pobre hombre tenía la cabeza “gacha” y le
colgaba la lengua hasta el pecho… Era dantesco el espectáculo, feo… feo…
Había mucho
soldado por la vía, y luego, yo recuerdo, que niña como era, llena de
inocencia, iba y les picaba las piernas a los soldados, ellos volteaban con sus
caras serias y nomás veían una “boronilla” ahí, que les decía:
-¡Bajéenlo! ¡Miren ya su lengua!...
Todos los soldados nomás me miraban, unos con
lastima, otros sin ninguna expresión en sus rostros. Yo creo que me juzgaron
loca, por que no lo bajaron.
Y es que así se usaba en esos tiempos malos de la
cristeada, solo bajaban los cuerpos hasta que ellos querían y luego, cuidaban
que nadie mas los descolgara, ni los de su familia, ni sus amigos, ¡peor aun!,
cuando te acercabas a llorarle, ¡también te daban “muere”!, por que pensaban
que también eras cristero o, tal vez, para que después no vengaras su muerte.
Yo creo que,
ese pobre hombre colgado, ni debía nada, o sabrá dios si habrían matado o
herido soldados.
Mi mamá, ese
día, como todas las tardes, había ido a la estación del tren a vender los
tamales que hacia para sacar para la “papa”, por eso pude salirme a ver al
ahorcado, así que, cuando de un de repente escuche el pitar del tren, ¡córrele
pá la casa! ¡Que me tiro, me meto de panza por el hueco de la puerta por donde
salí! ¡y que corro pá dentro! De ahí gane para los ciruelos del patio y me
agarré como chivita, comiendo hojas de ciruelo bajo la sombra. Les echaba un
puño de sal y me las comía así nomás, ¡con todo y tierra! Como blanca palomita
como si nada hubiera pasado.
Así fue mi primer encuentro con los colgados
cristeros.
Yo, todo esto, se lo platique un día a un amigo llamado Camilo Ramos,
él me dijo:
-
¿Tú
te acuerdas de eso Cande? ¿Y luego cuántos años tenías?
-
Sí
me acuerdo, acababa de entrar a los cuatro años.
-
Ese
colgado Cande, era mi hermano - me dijo.
-
¿Era
tu hermano Camilo?
-
Si, era mi hermano, lo mataron jovencito a él.
¡Y pós nosotros ni como nos fuéramos a
arrimar! ¡Estaba todo el lugar rodeado de soldados! ¡Capaz y nos
colgaban también a nosotros! Por eso lo dejamos ahí, hasta los tres días que
les dio la gana a los federales bajarlo, pudimos darle cristiana sepultura...
¡Pero pues, eso pasaba en aquellos tiempos! Así se la sufrían los que traían
la revolución.
Recuerdo que el día que se rindieron los cristeros en Colima, en el pueblo
se abrieron de nuevo los cultos en las iglesias, ese día también se salieron
las “galletas” (esposas de los militares) de ahí, para dejar entrar a los sacerdotes.
Aunque los cristeros, que ya tenían indulto por parte del gobierno, ya no
querían salir casi al pueblo, pues los tenían señalados, les hacían aun cosas feas
y malos tratos por las autoridades, aunque no los perseguían ya tanto como
antes.
En verdad aquellos fueron tiempos feos. En el pueblo, se peleaba a cada
rato, se escuchaban balazos por uno y otro lado. El templo del pueblo, parecía
una porqueriza, los militares lo habían ocupado, las mujeres de los militares
vivían ahí con sus hombres, a los caballos los amarraban en el atrio y ahí
hacían sus “desechos”. Así estaba el pueblo, así vivíamos en ese entonces; Un
día al pasar cerca del lugar me dijo una niña:
-
Allá
en el templo Cande, adentró, están “las galletas”.
-
¿Y
quienes son “las galletas”? – le dije yo.
-
¡Pos
las mujeres de los soldados! Y allá adentro, ponen lumbre cerca del altar y ahí
hacen de comer.
Cuando la chiquilla me dijo eso, ¡Yo en mi
imaginación me “afigure” unas mujeres
de galleta pues! ¡Algo así como unas “marías” con patas y manos! Y que pienso
entonces:
-¡Pos yo tengo que ver cómo son esas famosas galletas!...
¡Y ahí va la boronita de fisgona!, me paré en el
bordo del atrio y asome la cabeza, después de un rato, ya vi que salieron tres
o cuatro mujeres del templo, entonces la niña me dijo:
-
Esas,
son las galletas…
Esas mujeres, casi todas, traían un periquito en el
hombro, no le volaban los animalitos, yo creo que les cortaban una alita para
que no se les fueran. Todas traían el niño amarrado en la panza, ¡bien
amarradito y con la carita de fuera!, así andaban en sus quehaceres, yo bien
decepcionada dije:
-
¡Ah!
¡Pos son mujeres normales! ¡No son galletas! ¡Las galletas son las que nos
comemos!...
A mi corta edad e inocencia, no sabia
que así les decían, de manera despectiva a las esposas de los federales.
En esos tiempos, arriba de la presidencia, casi en
nuestras cabezas, y en el campanario de la iglesia, estaba llenito de soldados
listos pá tirar. Por ahí, con mi mamá de la mano, pasaba en la noche, como
todas las otras que vendían tamales y los soldados les gritaban:
-
¿Quién
vive?...
-
¡Gente
de paz!- contestaban las tamaleras…
Tenias que contestar eso, por que si no, ¡Pum! Te
mataban. ¡Al que no contestara, de arriba le tiraban como si fuera venado o
jabalí!...
Ese día
venía mi mamá y doña Nieves, otra señora que vendía tamales, así que sabiendo
eso, les contestaron a los pelones:
-
¡Gente de paz!...
Los militares al escuchar sus voces, como ya las
reconocían, les dijeron:
-
¡Ah!
Tu eres Ramoncita y tú Nieves, las que vendes tamales.
-
Sí
yo soy – dijo mi mamá.
-
Y
¿traen tamales de chigüilin?...
-
No,
se nos acabaron.
-
¡Ah!
Entonces pá mañana te encargamos.
Pero la verdad era que si llevábamos, pero a mi
ama, casi no le gustaba venderle a los federales por que a nadie en el pueblo
le gustaba ver que hacían con la casa del “señor”. Contaba mi mamá, que a veces
llegaba a la presidencia con su bote de tamales y de ahí se devolvía, porque
con los militares siempre se le terminaban. ¡Bien ricos tamales que hacía mi
mamá de todo tipo y sabores! ¡Tenia bien muchos clientes!...
Sin duda, en esos años mucho sufría la gente
¡matazón de cristianos que hacían! El presidente de aquel tiempo en el pueblo
era ré malo, se llamaba Faustino Aguilar. Nomás al que se le antojaba o le caía
mal, ¡lo mandaba fusilar! ¡Así nomas de gratis!...
Mi mamá me platicaba,
que a los soldados federales, por unos pesos, los atendía mi bisabuelita, que
se llamaba Vicenta Dueñas, ella le decía siempre al teniente “Quilis”, muy
famoso por acá:
-
Teniente,
déjese de eso, un día le van a quitar la vida.
-
Pues
no puedo, Vicentita, dejar mi trabajo – decía él.
-
Teniente,
¿no le da miedo?...
-
Mira
Vicentita – le decía- a los primeros balazos se nos engarruña, ¡pero tirando
tres en adelante quiero tirar y tirar y matar y matar y matar! ¡Porque ellos,
nos tiran a matar también!...
-
¡Hay
teniente! ¡yo cuando salen estoy rezando por ustedes!...
-
Sí,
reza por nosotros Vicentita, por que aunque la gente diga que no, ¡nosotros
también creemos en dios!...
Así decían, pues, pero en realidad ¡bien malos que
eran los soldados!...
Fíjense que
una vez, se metieron los cristeros a una carnicería ¡pós pá sacar la carne para
comer! Nadie los vio, se metieron agarraron la carne y se fueron. Los de la
carnicería, los dueños, eran sobrinos del presidente municipal, hijos de un
medio hermano, 17 años tenían. Pos ¿saben? nomás se enteró el presidente ¡y que
van y los sacan de sus casas los militares! ¡¿Qué culpa tenían que se hubieran
metido los cristeros a su carnicería?!... La cosa es que a los pobres
carniceros, los fusilaron frente al jardín, allá en lo que ahora es el corredor
de Samia, donde esta ahorita la papelería. Recuerdo que a media calle les
formaron el cuadro, pá fusilarlos, y ahí quedaron los cadáveres de los pobres
muchachos, todos mosqueados, los cuales, el único delito, fue que los cristeros
se metieran a robar a su carnicería...
Así eran de malos los mendigos soldados, eran tan
malos, que también a gente que venía de trabajar en sus potreros los agarraban
por nadita.
Una vez un señor, que se apellidaba Zárate, iba al
potrero a dejar su bastimento, porque antes se usaba llevarles el almuerzo y la
comida a los mozos. Llevaba a dos muchachitos con él, chiquillos, eran sus
hijos y llevaban el agua. Ahí iban, cuando de repente les salen de frente una
partida de militares, haciéndoles el alto les dijeron:
-
¿Y
usted a donde va? hijo de tal por cual…
- le dijo el teniente.
-
Voy
a llevarles almuerzo a mis mozos.- contestó el señor.
-
No
usted va a llevarles de comer a los cristeros.
-
No
señor yo no. Voy a llevarle a mis mozos. Si gusta, vamos.
-
No
¡Que vamos ni que madres! ¡Lo vamos a fusilar!...
Le prepararon el cuadro de fusilamiento ahí mismo y
lo pusieron con un hijo de cada lado. El señor, encarando al jefe de los
militares les dijo:
-
Teniente,
yo sé que al que van a fusilar, siempre le conceden una mercé.
-
Diga
cual quiere.
-
Fusílenme
a mi primero, no quiero ver que fusilen a mis hijos sin culpa.
¡Y sí se lo concedieron! lo fusilaron a él primero
y después a los dos muchachos…
Todo esto, lo sabemos, por que dizque uno que por
ahí andaba y vio la parvada de soldados que venían, se subió a un palo muy “sombrioso” pues pensó:
-
Si
corro, me van a ver y ¡capaz me matan!...
Así, él, desde allá arriba del palo, vio todo y
platicó después todo eso, pero no recuerdo se como se llamaba el señor....
Esos güachillos pelones, nomas agarraban parejo, fueras o no fueras ¡igual
te ibas al cajón de fusilamiento!
Un día, recuerdo, ya tenían agarrado a don Amador, compadre de mi mamá,
esposo de doña Severa, la seño que nos cuidaba. Al señor ya lo tenían en el
cuadro de fusilamiento, pero mi mamá lo alcanzó a ver y que va y ¡les dice bien
enojada!:
-
¿Qué
es lo que van a hacer ustedes?...
-
Ramoncita.
¡Vamos a fusilar a este hijo de tal por cual! ¡Venia de allá del rumbo de donde
andan los cristeros! – le respondió el teniente.
-
¡No!
¡No sean ingratos! ¡Es mi compadre!...
-
¿Verdad
que es de los que saben ser cristeros?
-
¡No,
no es! … ¿Pos que hiciste compadre? – le preguntó mi amá a don Amador
-
Fui
a comprar una medicina, pa’mijo que esta bien malo – dijo el compadre
Mi mamá suplicaba a los soldados con el llanto en los ojos:
- ¡No le
vayan a tirar! ¡No le vayan a tirar! El no es cristero, solo salió para comprar
una medicina, pa’ su hijo que esta enfermo.
-
Mira
Ramoncita – le dijeron los soldados - se va ir bajo tu responsabilidad, si
sabemos que este hombre anda de cristero, ¡a ti te vamos a fusilar!...
-
¡Sí!
¡Me fusilan! ¡Yo les estoy diciendo puras verdades!.
Y por ella y por que los soldados la conocían de andar vendiendo tamales,
se salvo don Amador. ¡Saben! ¡Ya después el compadre no quería salir a ninguna
parte! ¡Pues tenia harto miedo de que lo volvieran a agarrar!…
Y así sucedía en aquellos tiempos duros de la “cristeada”…